Foto: E. Fernández
¿Para que le haría yo caso a mi
madre? “Preséntate también a las oposiciones en Andalucía, niña, que allí hay
más plazas y aquello tiene que ser precioso”. Cuando recibí la llamada en el
móvil y vi aquel número tan largo, supe que era de la bolsa de trabajo. Me
temblaba todo el cuerpo. Seguro que me mandaban a un pueblo perdido de la
sierra de da igual que provincia. Crucé los dedos y cogí el teléfono.
Efectivamente, al otro lado se encontraba un funcionario de la Junta de Andalucía
comunicándome que había surgido una baja para todo el curso en un colegio de
Jaén capital. “¡Vaya!, pensé, “¡al menos no es un pueblucho de mil
habitantes!”.
Me
dieron tres días hábiles para incorporarme a mi nuevo puesto de trabajo. Al ser
miércoles, tenía casi una semana para sacar los billetes, buscar piso, y
acomodarme en la ciudad. Recopilé información en Internet y comprobé que Jaén
es pequeño y tiene unos alquileres bastante baratos. Esto me pareció estupendo,
pues podría ahorrar más. Eso si, me costó encontrar un autobús o tren a una
hora que medio me interesara para desplazarme hasta allí. Por supuesto nada de
alta velocidad ni primera clase, tan solo el regional y buses normales y
corrientes.
Aún
no había salido de casa y ya conocía varios aspectos positivos y otros tantos
negativos del lugar al que me dirigía. Según leí en algunos foros, allí no hay
ni otoño ni primavera, se pasa directamente del frío invierno al caluroso
verano y viceversa, con unas temperaturas, no aptas para cobardes, que pueden
llegar a rondar los 40 grados. De todas formas, esto es algo que prefería
comprobar por mí misma, pues tenía entendido que la gente del sur es un poco
exagerada.
Mi
autobús llegó a la estación de Jaén a las once de la noche, y al no conocer bien
el terreno, decidí coger un taxi que me llevara al piso que había alquilado.
Casi no me había sentado cuando el taxista dijo: “Ya estamos aquí, señorita”.
El recorrido se me hizo cortísimo y entendí que las distancias en la capital
jienense no son muy grandes. Otro punto positivo para la ciudad. Además, el
hombre fue muy amable, aunque a penas nos dio tiempo a intercambiar unas
palabras.
Hasta
ahí mi primera noche en la llamada capital del Santo Reino (algo de lo que me
enteré más tarde). Hice la cama y me acosté. Al día siguiente comenzaba mi
pequeña aventura en Jaén y aunque tengo que reconocer que al principio no me
gustaba nada la idea de trabajar allí, sentía curiosidad por conocer nuevas
gentes y lugares.
Mi
primer día de trabajo en aquel colegio fue fenomenal. Los compañeros súper
simpáticos, los niños una monada, y el edificio, situado en pleno centro
histórico, resultaba encantador. El piso estaba cerca, por lo que podía ir
andando, de buena mañana, dando un agradable paseo por las empedradas calles. Eso
si, adiós a los zapatos de tacón y bienvenida a las cuestas. ¡Porque mira que
hay cuestas en esta ciudad!
Conforme
pasaban los días, más me gustaba Jaén, aunque había, y sigue habiendo cosas,
que nunca entenderé. El dicho ese de “Jaén ni poyas” no me gusta nada y me
resulta bastante ordinario, pese a que ya me han contado sus posible orígenes
que no tienen nada que ver con lo que, a priori, se pueda pensar. Tampoco
comprendo a quien se le ocurrió la “feliz idea” de construir un tranvía absurdo
e innecesario para la ciudad que, para colmo de males, ni siquiera ha llegado a
funcionar, bueno si, tan solo unos días en el llamado periodo de prueba. Las
pintadas en las paredes de las calles es otra cosa superior a mí. Afean el
entorno y dañan la imagen de la ciudad, al igual que los chicles en el suelo y
algún que otro excremento de can (mierda de perro dicho finamente).
Lo
que me encanta es el Castillo de Santa Catalina, la Catedral , los Baños
Árabes; dar un paseo por el Parque del Boulevar; tomarme una cerveza fresquita
con su tapa correspondiente en las tascas de San Ildefonso; la amabilidad y
simpatía de los jienenses, sus bromas y chistes; poder ir a todos lados
caminando… La verdad es que, poco a poco, me hice a esta ciudad a la que no
quería venir, a sus calles, a sus plazas, incluso a sus empinadas cuestas. A
los días de lluvia con aire (¡cuántos paraguas habré roto desde que estoy aquí!)
y a las jornadas de calor insoportable en las que ni el helado ni la cerveza
refrescan.
Dicen
que el tiempo pasa rápido cuando se disfruta y eso mismo es lo que me ha pasado
a mí. Ahora, cuando quedan un par de semanas de curso, escribo estas líneas
recordando mi andadura por Jaén y me entra nostalgia de pensar que pronto me marcharé.
Espero que esto no sea un adiós, sino un hasta luego. ¡Cuánta razón tiene el
dicho de “A Jaén se entra llorando y se
sale llorando”!
Cristina Piñar Morales
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