El principio en san
Bartolomé
La barandilla de la plaza de
san Bartolomé, era el escenario. Pasábamos de un lado al otro danzando, tal vez
sea más correcto decir, imitando pasos de bailes que antes habíamos visto en la
televisión en blanco y negro. Nuestro público eran las mamás, que sentadas
esperaban pacientes el tiempo de llamarnos con un: – ¡Ya se acabó el juego, hay
que recogerse, toca baño y cena! a lo que contestábamos con cara arrugada – ¡No,
por fi un ratito más! Ellas reían nuestras artificiosas muecas, pero los paseantes,
no algunos, sino muchos para nosotros, detenían por unos instantes su paso y
sonreían ante nuestro teatro.
Cada día era distinto, unas
cantábamos las canciones de Marisol, otras volaban como mariposas; con los
brazos extendidos los hacían ondular al viento, cabriolas y sombras chinescas
completaban el espectáculo. Dibujábamos en la pared del primer bloque de pisos,
que asombradas vimos construir en esta plazoleta. También interpretábamos obras
que nos inventábamos sobre la marcha. Salíamos a escena de una en una, nos
movíamos ante un público entregado, y volvíamos a sentarnos en la fuente,
nuestras bambalinas, después de cada actuación.
Nuestro fan número uno, el dos
y el tres y el cuatro y el… no los llegamos a conocer nunca, era don Ciriaco, el
practicante, (ahora les llaman enfermeros), que debido a una extraña enfermedad
nunca salía de casa. El hombre tenía instalado el estar, muy cerquita de su
balcón, y allí a las cinco en punto establecía su puesto de vigilancia. No
faltaba nunca, solo aquella vez que una ambulancia se detuvo en su portal,
luego no lo volvimos a ver, hasta pasado mucho tiempo, tanto que los niños y
niñas dejamos de serlo.
En reunión secreta, decidimos
una tarde realizar una gran representación teatral en la plaza pequeña. Estaba
situada a la izquierda de la puerta lateral de la iglesia. Era la que más nos
gustaba a todas, por lo recogidita que se encontraba. Custodiada por cuatro
naranjos, una fuente cantarina al abrigo de las miradas de los curiosos, nos
protegía. De esta manera no alcanzaban a controlar nuestros ir y venir. Sobre
un pretil con cuatro esquinas salientes unidas por otros cuatro semicírculos, y
llena de aguas transparentes, unos peces de colores zigzagueaban entre pequeñas
hojas caídas de los arboles. Una copa de piedra labrada, terminaba de proveer
el encanto a nuestro lugar, ese al que ningún adulto podía entrar mientras las
chicas y chicos estábamos. Si algún osado se aventuraba a traspasar el umbral de
nuestra morada, el guardián le gritaba: ¡santo y seña!, provocando un coro de
alegres y alocadas risas. La felicidad y la inocencia reinaban en esta plaza
especial, cuajada de verde césped, y donde el amor comenzaba a hacerse
presente.
Aquel día había conseguido que
me pusieran el vestido más bonito que tenía, prometiendo en casa que lo
cuidaría, y que no lo mancharía con nada. Pensé en no sentarme como todos los
días en la fuente. Estaría de pie toda la tarde, y tendría cuidado con la Nocilla
para no dejar la menor marca en el vestido.
Como yo era la más teatrera,
siempre me pedían que hiciera números cada vez más difíciles, ante un público
exigente. Con mí vestido nuevo, aquella tarde que inauguraron la fuente después
de mucho tiempo de arreglos, salí a escena, recreé mi mejor drama sobreactuando;
lo mismo lloraba que reía. Esto desconcertaba al público al que siempre atrapaba;
los niños sin respirar, las niñas tratando de imitar mis gestos. Cuando hube
dejado a todos encantados, volví, como sin darme importancia a la fuente. Me
senté como todos los días, pero estaba tan embriagada de éxito, que me caí de
espaldas con mi vestido nuevo.
Me levanté, como si hubiera
sido parte de mi número, y caminé hacia mi casa, llorando por lo que sucedería,
pero volviendo la cara de vez en cuando, sonriente, agradeciendo los aplausos
de mi audiencia, que no se atrevió a acompañarme, por si repartían para todos.
Aquel día una bronca
monumental, fue el principio de mi carrera de actriz dramática.
CONSUELO
GALIANO SANTIAGO (San)