Vuelo en la noche
Apenas faltan unas horas para que amanezca. Camino
hacia casa después de una noche de insomnio. En el parque, un hombre frente a
la estatua de la Victoria, grita: ¡préstame tus alas Atenea!, ¡déjame volar
sobre el horizonte! Dame ese privilegio porque soy el espíritu de la ciudad,
éste que vaga a deshoras, que se ha perdido entre escombros y descampados por el casco antiguo, esa parte
donde comenzó la urbe y se extendió en hileras de casas que ahora se caen en
pedazos. Monumentos que hablan más del pasado, por sus grietas, que de un
presente atento y pulcro.
¡Vamos Diosa de la Victoria, al menos baja
unos instantes y mira las nuevas cicatrices que han dejado los raíles a tu
alrededor! Tú también callas, permaneces en silencio con tus alas desplegadas,
erguida en ese pedestal que te hace sublime y a la vez lejana a los problemas
mundanos. Yo también pensaba que mi
lugar estaba en todas partes, o en ninguna, pero desde que las calles se abren
ante mí, una a una, barrio a barrio, desde los hogares hasta los palacios y el
castillo con sus torres, desde sus leyendas y su historia hasta el cementerio de
San Eufrasio, desde la Catedral hasta
las iglesias… Mi existencia nace
en cada lugar, para añadirse a cada rincón, a casa monumento, a cada plaza.
Esta batalla no te interesa, lo sé, es toda mía.
El hombre parece abatido, cierra los ojos,
los abre, y continúa gritando nombres de avenidas, travesías, callejones… como
si un padre nombrara a sus hijos e
hijas.
Extenuado y cabizbajo, se dirige a la
marquesina y espera, espera al tranvía hasta que aborda el andén y desaparece a
lo lejos.
Alzo la mirada y el ángel de la Victoria no
está en su lugar. La columna se ha quedado vacía.
Notas de papel
Tenía la ciudad en la punta de sus
zapatillas de ballet y se sentó a descansar. Ella siempre fue la bailarina de
la calle Colón. Desde niña se colaba en todas las audiciones del conservatorio
para escuchar la música que los diferentes alumnos interpretaban. De todos los
instrumentos prefería los sonidos del piano y del violín, aunque comenzaron a
gustarle los tonos agudos de otros instrumentos. En esos pequeños conciertos, cerraba
los ojos y se dejaba transportar por la música.
Una de aquellas tardes de ensayo, Ángela
esperó a la salida del conservatorio a uno de los chicos que tocaba el violín, era
el más alto y el de pelo más oscuro. Al verlo se dirigió a él, le sugirió que
abriera ambas manos y puso entre ellas muchas notas de música recortadas en papel. El
chico sonrió.
–Quiero que me regales el sonido del
violín. –Le dijo la niña.
– ¿Cómo podría hacerlo? –preguntó. Después
de un breve silencio se dirigió a ella.
–Tú solo debes escucharme cuando toco –le
comentó el joven mientras guardaba las notas en su mochila.
–Necesito que la música me llene, desde los
pies hasta la cabeza –le volvió a replicar con una expresión brillante en los
ojos.
– ¿Y si toco el violín para ti, qué harías?
–Le interrogó.
–Bailaré. –Contestó ella.
Al día siguiente llevó sus zapatillas,
esperó al chico en la puerta del conservatorio y le suplicó que tocara. El joven alzó el arco, la acomodó sobre las cuerdas y la
música comenzó a desprenderse del instrumento por el aire. Ángela la recibió
sobre su cuerpo. Sentía como la lluvia le empapaba los sentidos. Con sus
movimientos en un pentagrama imaginario bajo sus pies, alzaba los brazos dibujando
las notas con su figura. Las calles fueron el escenario abierto para unas zapatillas
y la música de un violín durante semanas.
Después de muchos años, reposa
e imagina en el mismo sitio, como si los recuerdos llevaran melodías en
su cabeza y sonaran al mismo ritmo de una partitura, aguardando el regreso del
violinista que una tarde la dejó sin música.
Fotografías y texto: Encarna Fernández Sánchez
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